lunes, 20 de julio de 2009

Castilla, la desmembrada

Hoy vamos a hablar de lo castellano y su trascendencia, una nacionalidad ibérica nacida en el medievo como las actuales del resto peninsular –exceptuando la nacionalidad vasca- y que con la llegada del estado moderno se ha ido difuminando más que otras –sin contar las que han sido absorbidas, entre otras por la propia Castilla, y que también merecen su reconocimiento-, a pesar de que por avatares políticos de la historia, de los que el pueblo castellano no tiene culpa ninguna, su lengua sea usada en la mayor parte peninsular e incluso haya traspasado el océano para ser ser usada por millones de personas en el continente americano. Sin entrar en cuestiones no exentas de polémica, aquí sólo se tratará de rescatar del pozo del olvido ciertas esencias culturales que corren peligro de extinción y que el hombre, en su faceta antropológica, trata de evitar, todo ello dentro del prisma temático de este sitio y siguiendo, una vez más, las palabras de Juan G. Atienza.
















Pretender hablar de Castilla y definirla y encasillarla en unos moldes estrictos de tradición unívoca, es como intentar aunar la mentalidad budista con el estricto ritualismo hebreo, por ejemplo. Quiero decir que, aun siendo perfectamente posible localizar ese nudo en el que se hacen una sola todas las creencias y todas las teogonías que en el mundo han sido, hay siempre una gama de matices que terminan por enquistarse, fabricando su propio caparazón amurallado que transforma en compartimientos estancos una serie de factores que, en su origen, partieron de una sola e infinita realidad universal.

Castilla es así, desde la misma insegura demarcación de sus límites políticos -¿son Castilla Valladolid y Palencia, o Cantabria, o la Rioja?- hasta el aislamiento y la confusión estricta de sus centros mágicos y de sus zonas propicias al tiento de la realidad trascendente. Supone, muy a menudo, una serie de islas diseminadas por un territorio incierto, centros aislados entre zonas de asentamientos políticos y mercantiles en las que el comportamiento mágico se deterioró secularmente bajo la presión de unas realidades inmediatas superficiales y condenadas al progreso en su peor faceta. Tal vez por eso, muy a menudo, el componente mágico de Castilla surge en puntos muy concretos y, a menudo, insólitos, sin que su entorno, al contrario de muchas otras comarcas, acuse la influencia de esta presencia. A mí me ha sucedido –y me sigue sucediendo- que he llegado a lugares con una muestra increíblemente significativa de la tradición ocultista y que esa muestra no iba acompañada de ningún complemento que pudiera dar razón clara y definitiva a otras huellas insólitas. Como si aquella reliquia de las creencias ancestrales hubiera sido deliberadamente adulterado por poderes deseosos de borrar las huellas del sincretismo ideológico universal que surgen en cualquier instante y en cualquier lugar.
















En este sentido, creo que Castilla posse unos cuantos centros mágicos de importancia primordial –la Sierra de la Demanda, la zona oriental de la Alcarria, el norte casi cantábrico de las Bardulias medievales- y un buen montón de indicios aislados, muchos de ellos enormemente significativos de un pasado en parte desaparecido e irrecuperable. Esta circunstancia no es ajena al centralismo político que convirtió artificialmente a Castilla en el eje de la Península. Aquellos intentos de centralismo pseudounificador hicieron de la tierra castellana un monstruo inidentificable y presuntamente aglomerador de entidades y etnias que nada tenían que ver con su personalidad originaria. Para ese afán castellanizarse, el interior de la Península tenía que ser ejemplo y guía y modelo de una periferia sometida a la voluntad exclusiva –y excluyente- de un poder que no pretendía ser sólo material, sino espiritual. Y en esa tesitura, Castilla perdía su propia identidad trascendente, al tiempo que, sirviendo de aparente modelo –siempre impuesto- la hacía perder también a las demás etnias peninsulares. En ese afán surgido de las altas esferas y nunca del pueblo, la esencia castellana era la gran perdedora, la que sacrificaba su entidad trascendente para despersonalizarse aglutinando de modo artificial los otros núcleos tradicionales.

Si la Meseta merece amor e interés por parte de quienes deseamos conocer realmente las raíces de España, es porque debe restituírsele su auténtica personalidad perdida. Creo que merece la pena destronar para siempre tabúes que se presentan como imperiales y conceptos artificiosos de la entidad total de una España que tiene precisamente sus valores asentados en su propia diversidad. La diversidad castellana con respecto a los otros pueblos peninsulares ha estado – y sigue estando, a pesar de todo- en su serenidad a la hora del enfrentamiento con la circunstancia mágica y en su capacidad de asimilar conscientemente las influencias venidas de fuera o despertadas por fuerzas ajenas. Así, la tierra castellana vive con serenidad la mística musulmana y la judía en sus místicos del XVI y, en cualquier instante o circunstancia en que surge el fenómeno insólito, lo acepta, porque forma parte de la realidad intuida por el pueblo. Las herejías castellanas son conscientes y meditadas, coherentes y desapasionadas y hasta los milagros, cuando surgen tienen los pies apoyados en el suelo.

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